“Y nuestro Chevrolet, durante toda una
tarde, estuvo dedicado a pasear a los simpáticos pobladores de San José de
Miranda, que, por riguroso turno, y comenzando por el cura párroco, daban
vueltas alrededor de la plaza…”.
Como le describía en la primera parte, Adán y Andrés
Stoessel, provenientes de Argentina y después de 9 meses y 2 días, es decir, el
17 de enero de 1929, iniciaron su travesía desde Bogotá hacia Venezuela, por
una ruta sugerida por el Gobierno Colombiano, específicamente por el Ministerio
de Fomento Colombiano (hoy Ministerio de Transporte), donde detallaba tramo a
tramo, las condiciones de los caminos por los cuáles tenían que pasar. Vale la
pena anotar que toda la aventura de estos dos épicos ingenieros, fue filmada en
una cámara, que su Padre, Don Andrés Stoessel, les regaló antes de iniciar su
viaje desde Arroyo Corto, provincia de Buenos Aires, (Arg.). Video que
compartiré al finalizar esta travesía por la provincia de García Rovira.
También quiero resaltar que, en esta segunda parte, escribiré
prácticamente los textos extraídos del libro “32.000 kms. de aventura”, el cual
fue manuscrito por los protagonistas de esta historia y que, por estas razones,
se describirán en primera persona.
Comencemos:
Al iniciar el recorrido hacia Soatá, pasando por
Tunja, efectivamente pudieron comprobar las regulares condiciones de la vía
recién construida para el tránsito de su indestructible “Chevrolet” y sabían
del paso por el tramo en construcción desde el Reservado más allá de
Capitanejo, en una vía llena de erizados, con toda suerte de dificultades y que
describen así:
“Los encargados de la construcción de la segunda parte
de la carretera central del norte de Colombia, certificaron en nuestro libro de
ruta, que el recorrido entre Soatá y Capitanejo era “una verdadera proeza, que
nosotros, como ingenieros conocedores de este sector sin construir, aplaudimos
con verdadero entusiasmo”. La mayor parte de las dificultades, en aquel temible
tramo, fue la que nos opuso el río Chicamocha, sobre el cual, como ya nos
habían prevenido, se ha tendido un pequeño puente que carece de resistencia suficiente
para soportar grandes pesos, lo que nos obligó a remolcar lentamente el
automóvil después de haber aliviado una parte considerable del equipo habitual.
Además, se hallaban varios puentes sin construir, o en principio de ejecución
solamente, entre Soatá y Capitanejo, habiendo construido por nuestra parte más
de veinte puentes con tablas y troncos en otros tantos pasos obligados del rio
y sus afluentes”.
Ante el cansancio y la superación de miles de
obstáculos, los cogió la noche cruzando el río y no pudieron llegar hasta el
Reservado ese día, por lo que decidieron hacer un alto para dormir en una choza
deshabitada que se encontraba muy cerca de un caserío y donde pudieron hacer
honores a un “chivito” que se habían preparado a la hora del almuerzo, bajo el
calor de las brasas y del inclemente clima de la rivera capitanejana.
“Pernoctamos allí para evitarnos los peligros de una
marcha nocturna entre las piedras. Andrés se metió en la choza, dispuesto a
dormir siquiera por aquella noche, bajo un techo menos frágil que el de la
capota del auto, pero todos los demás permanecimos en el Chevrolet, conciliando
el sueño en la forma en que las circunstancias nos habían obligado a hacerlo
desde hace tiempo. Y a fe que no tuvimos
que arrepentirnos por ello, pues a la mañana siguiente vimos que Andrés
aparecía en la puerta de la choza con la cara tumefacta, hinchada y
desconocida, por las innumerables picaduras de los mosquitos y de los parásitos
que parecían haber constituido su cuartel general en la deshabitada choza. La
intervención de dos ingenieros del servicio de carreteras, que en aquel momento
se encontraban con nosotros, evitó que las picaduras tuviesen un resultado más
grave que el de convertir la cara de Andrés en una especie de pelota de
foot-ball, pues uno de ellos, con el auxilio de nuestro botiquín tropical,
inoculó a nuestro jefe de ruta algunos gramos de suero preventivo, a fin de
evitar las consecuencias de las picaduras. (sic). Uno de los insectos que abundan en aquel
lugar, efectivamente provoca con su aguijón una especie de envenenamiento
muscular que se traduce en una acentuada ataxia locomotriz, privando a la
víctima en ocasiones del uso de sus miembros por cierto espacio de tiempo, con
síntomas que se confunden a menudo con los del reumatismo agudo que produce la
humedad de las regiones pantanosas.
Al otro día comienza un nuevo tramo donde ellos
resaltan el cambio de topografía y que, a mi manera de ver, sería desde lo que
hoy conocemos como Peña Colorada, sitio que se le describe aquí como “El
Reservado”.
“Desde El Reservado en adelante es necesario seguir un
camino de mulas que se halla en deplorables condiciones y que bordea con
frecuencia los profundos precipicios de la cordillera, donde se hallan a menudo
enormes piedras desprendidas de la montaña. Pero, afortunadamente, contábamos
casi siempre con el auxilio de los pobladores de la región, hasta quienes había
llegado, al parecer la noticia de nuestro paso, pues eran muchos los que nos
saludaban como a viejos conocidos al encontrarnos por primera vez, pidiéndonos
noticias de la travesía. Los diarios de Bogotá, en ese sentido, nos habían
prestado inestimables servicios, como quedó demostrado en las inmediaciones de
San José de Miranda, desde donde salieron a recibirnos numerosas personas en
nombre del Padre Miranda, fundador y patriarca de aquel pueblo perdido en el
corazón mismo de la cordillera. En
Miranda, donde el nuestro fue el primer automóvil que conocieron los
pobladores, se nos recibió con una solemne función religiosa, con disparos de
petardos, desfiles populares y muchas otras fiestas que se prolongaron por
espacio de diez días, y para las que fuimos convertidos en huéspedes de honor,
izándose una bandera argentina en la casa parroquial, junto al pabellón de
Colombia. Por nuestra parte, naturalmente respondimos a tales agasajos con lo
único que teníamos a mano: el automóvil. Y nuestro Chevrolet, durante toda una
tarde, estuvo dedicado a pasear a los simpáticos pobladores de San José de
Miranda, que, por riguroso turno, y comenzando por el cura párroco, daban
vueltas alrededor de la plaza, gustando por primera vez las ventajas de nuestra
civilización mecánica y trepidante.
Este relato anterior me traslada a mi infancia,
indiscutiblemente, y ratifica que desde la época de su fundación y ante la
alegría y el gusto por la fiesta y el guarapo de los Chitareros del Padre
Miranda, descrito en varios documentos, (incluso en la versión de su
fallecimiento en el centro de la plaza, después de celebrar la misa de gallo),
en nuestro municipio siempre se han respetado las fechas religiosas y las
fiestas patronales y se han celebrado con solemnidad como la izada de bandera,
procesiones con la virgen de los remedios, mucha pólvora y globos. Muy
seguramente, y haciendo cuentas, para la fecha de llegada a San José de Miranda
de estos dos aventureros, coincidieron con la celebración de las fiestas
patronales del mes de febrero.
El paso por San José de Miranda lo terminan describiendo
con el siguiente relato: “Antes de partir de aquella población inolvidable,
donde en pocos días habíamos encontrado una verdadera legión de excelentes
amigos, regalamos al Padre Miranda uno de los ejes traseros del automóvil, con
destino al museo que el activo párroco ha establecido en el pueblo. La donación
tenía, en cierto modo, un sentido histórico, pues nuestro Chevrolet había sido
el primer automóvil que irrumpiera victoriosamente en las tranquilas calles del
pacífico y laborioso pueblo de Miranda. Los conciertos, las verbenas y los
banquetes con que nos obsequiaron todos los días de nuestra permanencia, bien
merecían aquella donación que, por otra parte, nos llenaba de una satisfacción
que tenía sus puntos de vanidad, puesto que habíamos alcanzado a prestar un
carácter histórico, si bien se mira, al esforzado Chevrolet que nos acompaña en
la odisea trascontinental”. (sic).
Resalto de manera especial esta segunda parte de la
historia, porque, sin lugar a dudas, la travesía de los Hermanos Stoessel se
convierte en un hito histórico para San José de Miranda, toda vez que se puede
marcar, como la llegada rodando, del primer vehículo automotriz a nuestro
municipio, la apertura a pica y pala de la “Carretera Panamericana” y con la
ñapa que, en símbolo de gratitud, dejaron una parte importante de este
inquebrantable “Chevrolet”, eje que debería tener un gran monumento en la plaza
central del municipio, y, por último, resalta la generosidad, la hospitalidad y
la alegría de los mirandinos, características que hemos conservado por siempre,
modestia aparte.
Esta historia continuará, Los Stoessel, dicen en su
libro: “De San José de Miranda seguimos la marcha con destino a Málaga…
Espere la Tercera parte…