En tiempos
pasados, mientras las amas de casa hacían el aseo, era común que enviaran a sus
hijos a jugar en la calle con los vecinos. Les advertían, sin embargo, que no
se alejaran tanto, pues la «vieja del costal» se los podía llevar.
A cierta edad
uno llega a la conclusión de que se trataba solo de un cuento bien
intencionado, o por lo menos, ese fue mi caso antes de que Nelson llegara un día
a buscarme. Nelson era uno de esos chicos atrevidos y bravucones, y su visita
me extrañó sobremanera. Me aseguró que la vieja del costal existía, se llamaba
Alfonsina y vivía con sus perros en algún lugar, siguiendo la quebrada
corriente arriba. Me propuso que la siguiente vez que visitara el pueblo la
siguiéramos para probar cierta teoría, sobre la cual se negó a especificar.
Unos días más
tarde me llamó con un silbido.
En el parque
vimos a Alfonsina sentada en un banco alimentando las palomas. A su lado
estaban los dos perros, uno grande y robusto; y otro, flaco y desgreñado.
Cuando
Alfonsina se levantó y se dirigió a una tienda, Nelson se apresuró a sacar
algunas canicas de su bolsillo, y comenzamos a jugar cerca, atentos a lo que
pudiera pasar.
El tendero
estaba de mal humor. Antes de que Alfonsina pudiera entrar le dijo que se fuera
pues le iba a llenar el lugar de pulgas. Alfonsina, sin decir palabra, se dio
la vuelta y emprendió el camino de regreso.
Nelson y yo
la seguimos a una distancia prudencial hasta que llegamos al estadio. Para
entonces las rodillas me temblaban y un sudor frío me bañaba el rostro. Me
disculpé con Nelson diciéndole que presentía un ataque de asma y corrí a casa.
Nelson pareció
dudar por un momento, pero luego continuó solo.
Al subir a mi
cuarto tomé los binoculares de mi padre y me acerqué a la ventana. El cielo había
comenzado a cubrirse de espesos nubarrones, y preocupado busqué a Nelson. Ese día
llevaba un suéter rojo, así que no debería ser difícil localizarlo. Sin
embargo, no pude dar con él.
Al cabo de un
tiempo, cuando el viento arreció y comenzó la granizada, lo descubrí de
repente, no en el camino, sino en el aire, a merced del vendaval. Movía brazos
y piernas con desespero como si temiera ahogarse en un mar invisible. Una ráfaga
lo impulsó a una gran altura y desapareció entre las nubes.
La tormenta
cesó de súbito y en el cielo brilló de nuevo el sol de la tarde. Los vecinos
extrañados salieron a la calle, y fue entonces que escuché la voz de Nelson,
renegando con sus palabrotas típicas. Entró al pueblo corriendo, tras de sí venía
un ganso que le picoteaba el trasero.
Muchos años después me explicó su teoría. Era Alfonsina quien controlaba el clima de Málaga, y en ello influía mucho la forma como la trataban en el pueblo. Las tardes en que regresaba satisfecha con un buen cargamento de limosnas, eran seguidas por días claros con lluvias a la madrugada que beneficiaban las cosechas. Si por el contrario, recibía un tratamiento como el que nosotros presenciamos, había dos posibilidades: meses de sequía o temporales de fuertes lluvias. En tales casos se valía de sus dos mascotas, uno de los perros se llamaba Sequía y el otro Aguaceros. Dependía de cuál mantuviera amarrado el que sufriéramos por falta de agua, si se trataba de sequía; o tuviéramos que lamentar el estrago de las inundaciones, en caso contrario.
*Doctor en
Ingeniería, Hokkaido University, Japón. Desde 2011 radicado en Viena, Austria.
Ganador del Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación. Autor de
los libros «Historias de los tiempos por venir», «El regreso de Tiamat» y
«Cuentos para cuervos cuerdos», entre otros.