(Minicrónica) Día del campesino

Por César Augusto Almeida R. (Kekar).
Especial para Chicamocha News – junio de 2022

‘Soy un campesino alegre/ de machete y alpargatas…’
¿Alegres?, quién sabe; ¿de machete y alpargatas? sí lo sabemos, y el domingo pasado fue su fiesta.

El presidente Guillermo León Valencia, de quién Juan Gossaín, en un reportaje de antología para El Espectador, escribió que su gobierno ‘se podría caer hasta con una hemorragia nasal’ lo instituyó para celebrarlo el primer domingo de junio de cada año. Los alcaldes lo aplazan para cualquier fin de semana de ese mes, cuando sus ocupaciones lo permitan.

Es una celebración más bochinchera que beneficiosa, un sinfín de música de cuerdas y un sancocho frugal, con más caldo que mazorca, que el humilde compatriota lo agradece sobremanera y lo consume ardiendo, recién bajado del fogón de leña y tres piedras.

Llega con su esposa y los niños, con su camisa de manga larga y arremangada hasta el codo que deja ver su reloj de pulsera tan pesado que valdría más si lo vendiera por chatarra que por su servicio de dar la hora, pero son, afortunadamente, inseparables. Su mujer, con pañolón y sombrero y sus niños con pantalón de otomana y peinados con gomina al modo de Alberto Santofimio. Y a bailar se dijo. Con una mano en la de su pareja y una cerveza en la otra. Ese zangoloteo desastroso, pero al fin festivo, les debe dejar su sancocho vuelto una mazamorra y más hirviente que cuando lo consumieron.

Luego viene el somnoliento y culebrero discurso del alcalde, recordando que él también es un ‘orgulloso campesino’ y reparte machete –los obsequia, aclaro- a derecha e izquierda, entrega azadones y rifa vajillas y una licuadora.  Se acerca el atardecer, las nubes dicen adiós, los músicos desafinados rematan con carranga, el secretario de gobierno se zampa un aguardiente triple, doña Cipriana Garza , la de Sevaruta, desocupa el último vaso de chicha con su hervor agrio y Samuel Castañeda, de Ovejeras, se embute la penúltima morcilla con alverjas y papas amarillas y los chinos, los de antes, empezaban a cabecear de cansancio con un trompo en las rodillas y otros, los de ahora, con los ojos que se les salen de no parpadear no dejan de matar con los dedos pulgares piojos y pulgas sobre un celular de videos. De todo había y hay ahora. El trajinar de ese día. Es todo.

Amo el campo con todas sus yerbas, con sus eucaliptos y cujíes, con sus conejos y sus alacranes; con sus begonias sembradas en latas de galletas antiguas a modo de jardín casero instalado en la entrada del rancho de tapia pisada y tejas ya casi grises de cortos musgos; con sus puertas que chirrean por sus goznes de cien años sin aceitar; por su perro ‘Canelo’ que no para de ladrarle a cualquier bicho que se mueva entre la hojarasca; con sus pequeñas huertas domésticas, sus repollos y lechugas que crecen bajo el sol veraniego; con sus gallinas que se pierden por largos días y luego reaparecen con cortos cacareos y seguidas por un cortejo de patojitos amarillos que no paran de piar en su desfile de reconocimiento de un mundo y vida desconocidos.

Sus mujeres y sus hombres y sus chicos, cada uno con su vida rutinaria. Las mujeres que cuando no están preparando arepas de maíz, en sus hornillas de fuego atosigante, están cargando un pesado costal repleto de mazorcas que apretujan en la espalda y cuelgan de la frente con una especie de cincha, de la parafernalia de los arrieros para ajustar las cargas a sus mulas, y llegan a su destino, las damas del relato, con su jipijapa chorreando de sudor, pero sin dejar ver su pertinaz emprendimiento.

Los caballeros, con sus manos rudas de tanto apretujar su arduo oficio, afilan sus machetes contra la misma piedra o ajustan sus azadones para irse a desyerbar, a erradicar esas minúsculas plantas inútiles que se arrunchan al lado de los buenos sembradíos para aprovecharse y beber de sus nutrientes. Ah, sanguijuelas malnacidas.

Los niños, en el amanecer, caminan hasta su escuela rural o urbana dependiendo de la lejanía o cercanía con su vereda, y en las tardes ,con un lápiz con la punta roma garabatean con su mano torpe de inocencia sus primeras vocales y luego van hasta el molino de mano, ajustado a una rústica mesa a ayudar a preparar la masa de maíz ‘pelao’ con ceniza de carbón de leña, suben hasta el zarzo de caña brava y bajan a desgranar ese maíz reseco y duro que ya empieza a dejar en los dedos de esos pequeños seres la marca de lo que será su futura, feliz o atormentada vida campesina.

No mucho ha cambiado en estos días de nuevas tecnologías cuando del campo a la ciudad solo hay un paso, metafóricamente hablando, a pesar de las vías terciarias que aparecen en los mapas oficiales como asfaltadas y lúcidas y lo que hay es toneladas de un barro espeso, arcilloso, donde las camionetas no ruedan, sino que patinan.

Los adolescentes no vuelven a las faenas agrícolas ni a ordeñar vacas, ni ovejas, ni cabras. Los padres, por la guerra fratricida, salen despavoridos de sus predios propios o alquilados y deambulan tristemente y con el llanto en el alma masticando su amargura, y lo que antes era morder la textura de una pomarrosa, que era como paladearse una nube dulce, hoy es pasarse, sorbo a sorbo, sus pasadas jornadas felices con espesos tragos de ajenjo. Llegan al tremebundo y ensordecedor trajín de las ciudades a rebuscarse con un puesto de viandas refritas en el mismo aceite oscuro de sus desgracias.

Otros, más acompañados por la fortuna de una paz en sus vecindades, llegan a los pueblos, a dejar en las plazas el fruto de sus amaneceres y a compartir entre compadres, sonrisas, afectos y cervezas. Comentan sobre sus sembradíos presentes y futuros mientras sus mujeres buscan para llevar al hogar lo que en el campo no puede conseguirse, y los niños, algunos sentados en sus rodillas, disfrutan de un paquete de papas fritas, un jugo de caja, y ven pasar la vida por el portón de la tienda con el goce y la curiosidad de encontrar algo novedoso, distinto, como un perro verde o una señorita con el pelo azul.

Esto es el campo con todas sus piedras y sus aromas.

Benditos hombres del campo, que, por su esfuerzo y cariño, por lo que hacen todos ellos, estoy preparando una ensalada de tomates, pepino, rábanos y repollo.

Solamente falta el vinagre, pero no lo espero del que destilan los gobernantes de turno cuando se les habla de una reforma agraria integral, de hacer felices al campo y a sus habitantes.

Producen agrieras.

Felices días, grandes compatriotas.

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