El
presidente Guillermo León Valencia, de quién Juan Gossaín, en un reportaje de
antología para El Espectador, escribió que su gobierno ‘se podría caer hasta
con una hemorragia nasal’ lo instituyó para celebrarlo el primer domingo de
junio de cada año. Los alcaldes lo aplazan para cualquier fin de semana de ese
mes, cuando sus ocupaciones lo permitan.
Es
una celebración más bochinchera que beneficiosa, un sinfín de música de cuerdas
y un sancocho frugal, con más caldo que mazorca, que el humilde compatriota lo
agradece sobremanera y lo consume ardiendo, recién bajado del fogón de leña y
tres piedras.
Llega
con su esposa y los niños, con su camisa de manga larga y arremangada hasta el
codo que deja ver su reloj de pulsera tan pesado que valdría más si lo vendiera
por chatarra que por su servicio de dar la hora, pero son, afortunadamente,
inseparables. Su mujer, con pañolón y sombrero y sus niños con pantalón de
otomana y peinados con gomina al modo de Alberto Santofimio. Y a bailar se
dijo. Con una mano en la de su pareja y una cerveza en la otra. Ese zangoloteo
desastroso, pero al fin festivo, les debe dejar su sancocho vuelto una
mazamorra y más hirviente que cuando lo consumieron.
Luego
viene el somnoliento y culebrero discurso del alcalde, recordando que él
también es un ‘orgulloso campesino’ y reparte machete –los obsequia, aclaro- a
derecha e izquierda, entrega azadones y rifa vajillas y una licuadora. Se acerca el atardecer, las nubes dicen
adiós, los músicos desafinados rematan con carranga, el secretario de gobierno
se zampa un aguardiente triple, doña Cipriana Garza , la de Sevaruta, desocupa
el último vaso de chicha con su hervor agrio y Samuel Castañeda, de Ovejeras,
se embute la penúltima morcilla con alverjas y papas amarillas y los chinos,
los de antes, empezaban a cabecear de cansancio con un trompo en las rodillas y
otros, los de ahora, con los ojos que se les salen de no parpadear no dejan de
matar con los dedos pulgares piojos y pulgas sobre un celular de videos. De
todo había y hay ahora. El trajinar de ese día. Es todo.
Amo
el campo con todas sus yerbas, con sus eucaliptos y cujíes, con sus conejos y
sus alacranes; con sus begonias sembradas en latas de galletas antiguas a modo
de jardín casero instalado en la entrada del rancho de tapia pisada y tejas ya
casi grises de cortos musgos; con sus puertas que chirrean por sus goznes de
cien años sin aceitar; por su perro ‘Canelo’ que no para de ladrarle a cualquier
bicho que se mueva entre la hojarasca; con sus pequeñas huertas domésticas, sus
repollos y lechugas que crecen bajo el sol veraniego; con sus gallinas que se
pierden por largos días y luego reaparecen con cortos cacareos y seguidas por
un cortejo de patojitos amarillos que no paran de piar en su desfile de
reconocimiento de un mundo y vida desconocidos.
Sus
mujeres y sus hombres y sus chicos, cada uno con su vida rutinaria. Las mujeres
que cuando no están preparando arepas de maíz, en sus hornillas de fuego atosigante,
están cargando un pesado costal repleto de mazorcas que apretujan en la espalda
y cuelgan de la frente con una especie de cincha, de la parafernalia de los
arrieros para ajustar las cargas a sus mulas, y llegan a su destino, las damas
del relato, con su jipijapa chorreando de sudor, pero sin dejar ver su pertinaz
emprendimiento.
Los
caballeros, con sus manos rudas de tanto apretujar su arduo oficio, afilan sus
machetes contra la misma piedra o ajustan sus azadones para irse a desyerbar, a
erradicar esas minúsculas plantas inútiles que se arrunchan al lado de los
buenos sembradíos para aprovecharse y beber de sus nutrientes. Ah, sanguijuelas
malnacidas.
Los
niños, en el amanecer, caminan hasta su escuela rural o urbana dependiendo de
la lejanía o cercanía con su vereda, y en las tardes ,con un lápiz con la punta
roma garabatean con su mano torpe de inocencia sus primeras vocales y luego van
hasta el molino de mano, ajustado a una rústica mesa a ayudar a preparar la
masa de maíz ‘pelao’ con ceniza de carbón de leña, suben hasta el zarzo de caña
brava y bajan a desgranar ese maíz reseco y duro que ya empieza a dejar en los
dedos de esos pequeños seres la marca de lo que será su futura, feliz o
atormentada vida campesina.
No
mucho ha cambiado en estos días de nuevas tecnologías cuando del campo a la
ciudad solo hay un paso, metafóricamente hablando, a pesar de las vías
terciarias que aparecen en los mapas oficiales como asfaltadas y lúcidas y lo
que hay es toneladas de un barro espeso, arcilloso, donde las camionetas no
ruedan, sino que patinan.
Los
adolescentes no vuelven a las faenas agrícolas ni a ordeñar vacas, ni ovejas,
ni cabras. Los padres, por la guerra fratricida, salen despavoridos de sus
predios propios o alquilados y deambulan tristemente y con el llanto en el alma
masticando su amargura, y lo que antes era morder la textura de una pomarrosa,
que era como paladearse una nube dulce, hoy es pasarse, sorbo a sorbo, sus
pasadas jornadas felices con espesos tragos de ajenjo. Llegan al tremebundo y
ensordecedor trajín de las ciudades a rebuscarse con un puesto de viandas
refritas en el mismo aceite oscuro de sus desgracias.
Otros,
más acompañados por la fortuna de una paz en sus vecindades, llegan a los
pueblos, a dejar en las plazas el fruto de sus amaneceres y a compartir entre
compadres, sonrisas, afectos y cervezas. Comentan sobre sus sembradíos
presentes y futuros mientras sus mujeres buscan para llevar al hogar lo que en
el campo no puede conseguirse, y los niños, algunos sentados en sus rodillas,
disfrutan de un paquete de papas fritas, un jugo de caja, y ven pasar la vida
por el portón de la tienda con el goce y la curiosidad de encontrar algo
novedoso, distinto, como un perro verde o una señorita con el pelo azul.
Esto
es el campo con todas sus piedras y sus aromas.
Benditos
hombres del campo, que, por su esfuerzo y cariño, por lo que hacen todos ellos,
estoy preparando una ensalada de tomates, pepino, rábanos y repollo.
Solamente
falta el vinagre, pero no lo espero del que destilan los gobernantes de turno
cuando se les habla de una reforma agraria integral, de hacer felices al campo
y a sus habitantes.
Producen
agrieras.
Felices días, grandes compatriotas.