Literatura: “El cabro de la peña”

Hoy en día uno de los atractivos turísticos por excelencia en Málaga, Santander, consiste precisamente en encontrar el cabro en la llamada «Peña del Cabro».

Relato original de Eugenio Pacelli Torres Valderrama*

Abelardo Benavides se había vuelto rico de la noche a la mañana. O por lo menos eso pensaba Dimas Maldonado, su rival. Los dos eran carpinteros y aunque Dimas sabía que sus ingresos superaban con creces a los de Abelardo, este había exhibido últimamente lujos hasta entonces inaccesibles para ambos. Por ejemplo, dos domingos seguidos había asistido a misa estrenando zapatos de charol; también se había comprado un reloj de pulsera, un abrigo negro, un sombrero a la moda y se aplicaba finas lociones. Pero lo más sospechoso eran los viajes misteriosos de Abelardo a la capital al final de cada mes.

Con estos antecedentes Dimas llegó a la conclusión de que Abelardo había encontrado una guaca, al fin y al cabo vivía solo en una casona heredada de su madre, quien supuestamente había sido nieta de un poderoso hacendado.

En tiempos pasados se daba el caso de que personas acaudaladas temerosas de perder su riqueza en algún tumulto político la escondieran dentro de los gruesos muros de tapia pisada de sus casas, generalmente se trataba de vasijas de arcilla llenas de monedas de oro. En otras regiones se les conoce como entierros o moyas, pero en Málaga, donde tuvo lugar esta historia, «guaca» era el término más utilizado.

Ocurría con frecuencia que los legítimos dueños morían prematuramente sin haber revelado a nadie su secreto y el tesoro permanecía oculto por varias generaciones.

Convencido de que tal había sido el caso con algún antepasado de Abelardo, Dimas aprovechó una de sus ausencias para entrar a su casa y robar el botín. La puerta trasera estaba protegida solamente por un cerrojo sencillo.

Una vez en el interior, sin dejarse llevar por el apremio, Dimas inspeccionó cuidadosamente los posibles escondites: debajo de la cama, en el ropero, bajo las tablas sueltas del entablado, en los cajones del escritorio, en el cuarto de San Alejo, detrás de un cuadro del Sagrado Corazón, pero no encontró señal alguna. Estaba a punto de darse por vencido cuando reparó en una alacena cerrada con candado en el fondo de la cocina. Valiéndose de sus artilugios de carpintero removió la puerta y se halló de repente frente a tal cantidad de oro como jamás hubiera imaginado.

La tradición habla de que toda guaca viene con su fantasma incluido. Esta era una circunstancia que Dimas o bien ignoraba o había pasado por alto cegado por su codicia.

Tal vez sea la codicia uno de los pecados más graves del mundo de los fantasmas, de otra forma no se explica la transformación que tuvo lugar. Al tocar la primera moneda, el pobre Dimas sintió una corriente eléctrica que recorrió todo su cuerpo, y tras ella tuvo la sensación de que en su cabeza comenzaban a crecer cuernos. Asustado quiso palparlos para asegurarse, pero sus manos ya no eran manos, sino pezuñas. Lanzó un grito desesperado, pero lo que salió de su boca fue: «beee...».

Los vecinos cuentan que de la casa de Abelardo emergió un macho cabrío con cuernos de oro que atravesó el pueblo y corrió por el camino de herradura montaña arriba.

Entre los testigos del acontecimiento estaba Raúl Puentes, el carnicero, quien se apresuró a montar en su caballo y salió en su persecución. Otros lo siguieron con redes y escopetas, pero no encontraron rastros del cabro. La búsqueda continuó al día siguiente y se prolongó por semanas, sin resultado alguno.

Años más tarde un campesino llamado Genaro Vélez lo encontró, aunque ya no de carne, hueso y oro, sino tallado en la pared de un cerro.

Hoy en día uno de los atractivos turísticos por excelencia en Málaga, Santander, consiste precisamente en encontrar el cabro en la llamada «Peña del Cabro».

*Doctor en Ingeniería, Hokkaido University, Japón. Ganador del Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación. Autor de los libros «Aprendizaje Creativo», «Más allá de la Caverna» y «Libérate Escribiendo», entre otros.

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